El individualismo y los intelectuales (1898)

autor: Émile Durkheim

La cuestión que desde hace seis meses divide tan dolorosamente al país está en camino de transformarse: simple cuestión de hecho en el origen, se ha generalizado poco a poco. La intervención reciente de un literato conocido ha ayudado mucho a este resultado. Parece que ha llegado el momento de renovar con un golpe de claridad una polémica que estaba entreteniéndose en repeticiones ociosas. Es por esto que, en lugar de retomar nuevamente la discusión de los hechos, hemos querido dar un salto y elevarnos hasta el plano de los principios: es a la idiosincrasia de los "intelectuales" , a las ideas fundamentales que ellos reclaman, y no más al detalle de su argumentación que se ha atacado. Si ellos se niegan obstinadamente "a inclinar su lógica delante de un general del ejército", es evidente que se arrogan el derecho de juzgar por sí mismos la cuestión; es que ponen su razón por encima de la autoridad, es que los derechos del individuo les parecen imprescriptibles. Es entonces su individualismo el que ha determinado su sisma. Pero entonces, se ha dicho, si se quiere volver a traer la paz a los espíritus y prevenir el retorno de discordias semejantes, es este individualismo al que es necesario enfrentar decididamente. Es necesario poner fin de una vez por todas a esta inagotable fuente de divisiones intestinas. Y una verdadera cruzada ha comenzado contra esta plaga pública, contra "esta gran enfermedad de nuestro tiempo."
Aceptamos con mucho gusto el debate en estos términos. También creemos que las controversias de ayer no hacen más que expresar superficialmente un disenso más profundo: que los espíritus se han enfrentado mucho más sobre una cuestión de principio que sobre una cuestión de hecho. Dejemos pues de lado los argumentos circunstanciales que son intercambiados de una parte y de otra; olvidémonos del affaire mismo y de los tristes espectáculos de los que hemos sido testigos. El problema que se levanta delante de nosotros sobrepasa infinitamente los incidentes actuales y debe ser abstraído de ellos.

I
Hay un primer equívoco del que es necesario desembarazarse antes de todo.
Para hacer menos dificultoso el enjuiciamiento del individualismo, se le confunde con el utilitarismo estrecho y el egoísmo utilitario de Spencer y los economistas. Esto es facilitarse la tarea y convertir la crítica en un partido sencillo. Es fácil, en efecto, denunciar como un ideal sin grandeza ese comercialismo mezquino que reduce la sociedad a no ser más que un vasto aparato de producción y de intercambio, y es demasiado claro que toda vida común es imposible si no existen intereses superiores a los intereses individuales. Que tales doctrinas sean tratadas de anárquicas es sumamente merecido y nosotros participamos de este juicio. Pero lo que es inadmisible es que se razone como si este individualismo fuera el único que existe o incluso el único posible. Por el contrario, este individualismo deviene cada vez más una rareza y una excepción. La filosofía práctica de Spencer es de tal miseria moral que ya no cuenta prácticamente con partidarios. En cuanto a los economistas, si se han dejado antaño seducir por el simplismo de esta teoría, desde hace ya mucho tiempo han sentido la necesidad de atemperar el rigor de su ortodoxia primitiva y abrirse a sentimientos más generosos. El señor de Molinari es casi el único, en Francia, que ha permanecido intratable en su obstinación y no es de mi conocimiento que haya ejercido una gran influencia sobre las ideas de nuestra época. En verdad, si el individualismo no tuviera otros representantes sería completamente inútil mover cielo y tierra de este modo para combatir a un enemigo que está en tren de perecer tranquilamente de muerte natural.
Pero existe otro individualismo sobre el que es menos fácil vencer. Ha sido profesado desde hace un siglo por la más amplia generalidad de pensadores: es aquel de Kant y de Rousseau, el de los espiritualistas, el que la "Declaración de los derechos del hombre" ha intentado, más o menos satisfactoriamente, traducir en fórmulas, el que se enseña corrientemente en nuestras escuelas y que ha devenido la base de nuestro catequismo moral. Se cree, en verdad, afectarlo bajo el manto del primero, pero las diferencias con él son profundas, y los críticos que dirigen su atención hacia uno no sabrán ponerse de acuerdo en el otro. Lejos de hacer al interés personal el objetivo de la conducta, ve en todo aquello que es móvil personal la fuente misma del mal. Según Kant, no tengo la certeza de actuar correctamente sino cuando los motivos que me determinan están ligados no a las circunstancias particulares en las que estoy situado sino a mi calidad de hombre in abstracto. A la inversa, mi acción es mala cuando no puede justificarse lógicamente más que por mi situación económica o por mi condición social, por mis intereses de clase o de casta, por mis pasiones, etc. Es por esto que la conducta inmoral se reconoce por estar ligada estrechamente a la individualidad del agente y no puede ser generalizada sin caer en un absurdo evidente. Del mismo modo, si -según Rousseau- la voluntad general, que es la base del contrato social, es infalible, si es la expresión auténtica de la justicia perfecta, es que ella es la resultante de todas las voluntades particulares; por consiguiente, ella constituye una suerte de medio impersonal del que todas las consideraciones individuales son eliminadas porque, siendo divergentes e incluso antagónicas, se neutralizan y suprimen mutuamente. Entonces, para uno y para el otro, las únicas maneras de hacer que son morales son aquellas que pueden convenir a todos los hombres indistintamente, es decir que están implicadas en la noción del hombre en general.
Henos aquí bien lejos de esta apoteosis del bienestar y el interés privados, de este culto egoísta del sí mismo que se ha podido con justicia reprochar al individualismo utilitario. Por el contrario, según estos moralistas, el deber consiste en desviar nuestras miradas de aquello que nos concierne personalmente, de todo aquello ligado a nuestra individualidad empírica, para buscar únicamente lo que reclama nuestra condición de hombres, aquello que tenemos en común con todos nuestros semejantes. Asimismo, este ideal desborda de tal modo el nivel de los fines utilitarios que aparece a las conciencias que aspiran a él como completamente marcado de religiosidad. Esta persona humana, cuya definición es como la piedra de toque a partir de la cual el bien se debe distinguir del mal, es considerada como sagrada, en el sentido ritual de la palabra por así decirlo. Ella tiene algo de esa majestad trascendente que las iglesias de todos los tiempos asignan a sus dioses; se la concibe como investida de esa propiedad misteriosa que crea un espacio vacío alrededor de las cosas santas, que las sustrae de los contactos vulgares y las retira de la circulación ordinaria. Y es precisamente de allí que viene el respeto del cual ella es objeto. Todo el que atente contra una vida humana, contra el honor de un hombre, nos inspira un sentimiento de horror, análogo desde todo punto de vista al que experimenta el creyente que ve profanar su ídolo. Una moral de este tipo no es simplemente una disciplina higiénica o una sabia economía de la existencia; es una religión en la que el hombre es, al mismo tiempo, el fiel y el Dios.
Pero esta religión es individualista, puesto que tiene al hombre por objeto y dado que el hombre es un individuo por definición. Incluso no hay sistema en el que el individualismo sea más intransigente. En ningún lugar los derechos del individuo son afirmados con más energía, puesto que el individuo es aquí colocado en el rango de las cosas sacrosantas; en ninguna parte el individuo es más celosamente protegido contra las usurpaciones provenientes del exterior, de donde quiera que vengan. La doctrina de lo útil puede fácilmente aceptar toda suerte de compromisos y transacciones sin renegar de su axioma fundamental; puede admitir que las libertades individuales sean suspendidas todas las veces que el interés del mayor número exija este sacrificio. Pero no hay acuerdo posible con un principio que es así puesto fuera y por encima de todos los intereses temporales. No hay razón de Estado que pueda justificar un atentado contra la persona cuando los derechos de la persona están por encima del Estado. Si el individualismo es por sí mismo un fermento de disolución moral, he aquí que se manifiesta más cabalmente su esencia antisocial. Se observa esta vez cuál es la gravedad de la cuestión. Porque este liberalismo del siglo XVIII que es, en el fondo, el objeto de todo el litigio, no es simplemente una teoría de gabinete, una construcción filosófica; se ha transferido a los hechos, ha penetrado nuestras instituciones y nuestras costumbres, se ha mezclado con toda nuestra vida, y si verdaderamente fuera necesario deshacernos de él, sería a toda nuestra organización moral a la que habría que reformar en el mismo movimiento.

II

Ahora bien, es ya un hecho remarcable que todos estos teóricos del individualismo no sean menos sensibles a los derechos de la colectividad que a los del individuo. Nadie ha insistido más enérgicamente que Kant sobre el carácter supraindividual de la moral y del derecho; hace de esto una suerte de consigna a la cual el hombre debe obedecer por el hecho mismo de que sea una consigna y sin tener que discutirla; y si se le ha reprochado a veces el haber exagerado la autonomía de la razón, se ha podido decir igualmente, no sin fundamentos, que él ha puesto en la base de su moral un acto de fe y de sumisión irracionales. Por otra parte, las doctrinas se juzgan sobre todo por sus productos, es decir por el espíritu de las doctrinas que ellas suscitan: ahora bien, del kantismo han salido la ética de Fichte, que está ya completamente impregnada de socialismo, y la filosofía de Hegel de la cual Marx fuera discípulo. Para Rousseau, se sabe como su individualismo disimula una concepción autoritaria de la sociedad. Como consecuencia de esto, los hombres de la Revolución, al tiempo que promulgaban la famosa "Declaración de los derechos", han hecho a Francia una, indivisible, centralizada, y puede ser necesario también ver antes que nada, en la obra revolucionaria, un gran movimiento de concentración nacional. Finalmente, la razón capital por la que los espiritualistas han siempre combatido la moral utilitaria es que ella les parece incompatible con las necesidades sociales.
¿Se dirá que este eclecticismo no puede funcionar sin contradicción? Ciertamente no pensamos defender la manera en la que estos diferentes pensadores se las han arreglado para reconciliar estos dos aspectos de sus sistemas. Si, con Rousseau, se comienza por hacer del individuo una especie de absoluto que puede y que debe satisfacerse a sí mismo, es evidentemente difícil luego explicar cómo se ha podido constituir el estado civil. Pero se trata actualmente de saber, no si tal o cual moralista ha conseguido mostrar como estas dos tendencias se reconcilian, sino si estas tendencias son por sí mismas conciliables o no. Las razones que se han dado para establecer su unidad pueden no tener valor y, sin embargo, que esta unidad sea real; y ya el hecho de que ellas se hayan encontrado generalmente en los mismos espíritus es por lo menos una presunción que son compatibles; de donde se sigue que deben depender de un mismo estado social del que ellas no son posiblemente más que dos aspectos diferentes.
Y, en efecto, una vez que se ha dejado de confundir el individualismo con su contrario, es decir con el utilitarismo, todas estas pretendidas contradicciones se desvanecen como por arte de magia. Esta religión de la humanidad tiene todo lo necesario para hablar a sus feligreses en un tono no menos imperativo que el de las religiones que ella viene a reemplazar. Lejos de limitarse a glorificar nuestros instintos, nos asigna un ideal que desborda infinitamente la naturaleza; porque no somos por naturaleza esta sabia y pura razón que, librada de todo móvil personal, legislaría en abstracto sobre su propia conducta. Sin duda, si la dignidad del individuo le viniera dada de estos caracteres individuales, de las particularidades que lo distinguen de los demás, se podría temer que ella lo encerrara en una suerte de egoísmo moral que tornaría imposible toda solidaridad. Pero, en realidad, él la recibe de una fuente más alta y que le es común con todos los hombres. Si tiene derecho a este respeto religioso, es porque tiene en sí algo de la humanidad. Es la humanidad lo respetable y sagrado; ahora bien, ella no está toda en el individuo. Está esparcida en todos sus semejantes; por consiguiente, el individuo no puede tomarla como fin de su conducta sin estar obligado a salir de sí mismo y derramarse allí fuera, en la vida común. El culto del que es a la vez el objeto y el agente, no se dirige al ser particular que él es y que lleva su nombre, sino a la persona humana, adonde ella se encuentre y bajo cualquier forma en la que se encarne. Impersonal y anónimo, tal objeto planea bien por encima de todas las conciencias particulares y puede así servirles de centro de reunión. El hecho de que no nos sea extraña (por el solo hecho de ser humana) no impide que nos domine. Ahora bien, todo lo que hace falta para que las sociedades sean coherentes, es que sus miembros tengan los ojos fijos en un mismo fin, que se encuentren en una misma fe; pero no es para nada necesario que el objeto de esta fe común se enlace a través de algún vínculo con las naturalezas individuales. En definitiva, el individualismo así entendido es la glorificación, no del sí mismo, sino del individuo en general. Tiene como resorte no al egoísmo sino a la simpatía por todo aquello que es el hombre, una piedad más profunda por todos los dolores, por todas las miserias humanas, una más ardiente necesidad de combatirlos y calmarlos, una más grande sed de justicia. No tiene para ello más que hacer comulgar a todas las buenas voluntades. Sin duda, puede suceder que el individualismo sea practicado con un espíritu completamente diferente. Algunos lo utilizan para sus propios fines personales, lo emplean como un medio para cubrir su egoísmo y sustraerse cómodamente de sus deberes para con la sociedad. Pero esta explotación abusiva del individualismo no prueba nada contra él, del mismo modo que las mentiras interesadas de la hipocresía religiosa no prueban nada contra la religión.
Pero tengo prisa por llegar a la gran objeción. Este culto del hombre tiene por primer dogma la autonomía de la razón y por primer rito el libre examen. Ahora bien, se dice, si todas las opiniones son libres, ¿por qué milagro habrán de ser armónicas? Si se forman sin conocerse y sin haber tenido en cuenta las unas a las otras, ¿cómo podrán no ser incoherentes? La anarquía intelectual y moral sería pues la consecuencia inevitable del liberalismo. Tal es el argumento, siempre refutado y siempre renaciente, que los eternos adversarios de la razón retoman periódicamente, con una perseverancia a la que nada desalienta, todas las veces que un relajamiento pasajero del espíritu humano lo pone más a su merced. Sí, es cierto que el individualismo conlleva siempre un cierto intelectualismo; porque la libertad de pensamiento es la primera de las libertades. Pero, ¿dónde se ha visto que tenga por consecuencia este absurdo engreimiento de sí mismo que encerraría a cada uno en su propio sentimiento y crearía un vacío entre las inteligencias? Lo que él exige es el derecho, para cada individuo, de conocer las cosas que puede legítimamente conocer; pero no consagra en absoluto no se que derecho a la incompetencia. Sobre una cuestión en la que no me puedo pronunciar con conocimiento de causa, no le cuesta nada a mi independencia intelectual seguir un consejo más competente. La colaboración de los hombres de ciencia no es siquiera posible sino gracias a esta mutua deferencia; continuamente cada ciencia toma prestadas de sus vecinos proposiciones que acepta sin verificación. Solo hacen falta razones a mi entendimiento para que éste se incline delante del de los demás. El respeto de la autoridad no tiene nada de incompatible con el racionalismo siempre que la autoridad esté fundada racionalmente.
Es por esto que, cuando se quiere persuadir a ciertos hombres de que incorporen un sentimiento que no es el suyo, no alcanza, para convencerlos, con volver a repetir ese lugar común de retórica banal que la sociedad no es posible sin sacrificios mutuos y sin un cierto espíritu de subordinación; hace falta además justificar en la especie la docilidad que se les demanda, demostrándoles su incompetencia. Pero si, al contrario, se trata de una de esas cuestiones que competen, por definición, al juicio común, una semejante abdicación es contraria a toda razón y, por consecuencia, al deber. Ahora bien, para saber si puede ser permitido a un tribunal condenar a un acusado sin haber oído su defensa, no se necesita un esclarecimiento intelectual especial. Es un problema de moral práctica para el que todo hombre de buen sentido es competente y del que nadie debe desinteresarse. Por lo tanto, si en estos últimos tiempos un cierto número de artistas, pero sobre todo hombres de ciencia, han creído deber negar su asentimiento a un juicio cuya legalidad les parecía sospechosa, no es que, en su calidad de químicos o de filólogos, de filósofos o de historiadores, ellos se atribuyen no se que privilegios especiales y como un derecho eminente de control sobre la cosa juzgada. Es mas bien que, siendo hombres, consideran ejercer todo su derecho de hombres y comprometerse en presencia de ellos con un asunto que compete solo a la razón. Es verdad que ellos se han mostrado más celosos de este derecho que el resto de la sociedad; pero es simplemente que, como consecuencia de sus hábitos profesionales, esta inclinación es más espontanea en ellos. Acostumbrados por la práctica del método científico a formarse un juicio sólo cuando se sienten completamente esclarecidos, es natural que cedan menos fácilmente a los arrebatos de la multitud y al prestigio de autoridad.

III
No solamente el individualismo no es la anarquía, sino que es en lo sucesivo el único sistema de creencias que puede asegurar la unidad moral del país.
En la actualidad, se escucha decir a menudo que solo una religión puede producir esta armonía. Esta proposición, que modernos profetas creen deber desarrollar con tono místico, es en el fondo un simple truísmo sobre el que todo el mundo puede estar de acuerdo. Porque se sabe que una religión no implica necesariamente símbolos y ritos propiamente dichos, templos y sacerdotes; todo este aparato exterior no es más que la parte superficial. La religión no es, esencialmente, otra cosa que un conjunto de ideas y prácticas colectivas dotadas de una particular autoridad. Desde el momento en que un fin es perseguido por todo el pueblo adquiere, como consecuencia de esta adhesión unánime, una suerte de supremacía moral que lo pone muy por encima de los fines privados y lo dota así de un carácter religioso. Por otro lado, es evidente que una sociedad no puede ser coherente si no existen entre sus miembros cierta comunidad espiritual y moral. Pero cuando simplemente se ha recordado una vez más esta evidencia sociológica, no se ha avanzado demasiado; porque si es verdad que una religión es, en un sentido, indispensable, no es menos cierto que las religiones se transforman, que la de ayer no sabrá ser la de mañana. Lo importante sería entonces que sepamos cuál debe ser la religión de hoy.
Ahora bien, todo concurre precisamente a hacer creer que la única posible es esta religión de la humanidad de la que la moral individualista es la expresión racional. ¿A qué, en efecto, podrá de aquí en adelante aferrarse la sensibilidad colectiva? A medida que las sociedades devienen más voluminosas y se esparcen en más vastos territorios, las tradiciones y las prácticas, para poder adecuarse a la diversidad de las situaciones y a la movilidad de las circunstancias, están obligadas a mantenerse en un estado de plasticidad e inconsistencia que no ofrece ya la suficiente resistencia a las variaciones individuales. Éstas, estando menos contenidas, se producen más libremente y se multiplican: es decir que cada uno sigue su propio sentido. Al mismo tiempo, por consecuencia de una división del trabajo más desarrollada, cada espíritu se encuentra enderezado hacia un punto diferente del horizonte, refleja un aspecto diferente del mundo y, por consiguiente, el contenido de las conciencias difiere de un sujeto a otro. Nos encaminamos de este modo, poco a poco, hacia un estado -que está ahora casi al alcance de la mano- en el que los miembros de un mismo grupo social no tendrán en común entre ellos más que su calidad de hombres, es decir, los atributos constitutivos de la persona humana en general. Esta idea de la persona humana, matizada de manera diferente según la diversidad de temperamentos nacionales, es la única que se mantiene, inmutable e impersonal, por encima de la marea cambiante de las opiniones particulares; y los sentimientos que ella despierta son los únicos que se encuentran en casi todos los corazones. La comunión de los espíritus no puede asentarse sobre la base de ritos y de prejuicios definidos, puesto que ritos y prejuicios son transformados por el curso de las cosas; por consiguiente, no queda nada más que los hombres puedan amar y honrar en común, salvo el hombre mismo. He aquí cómo el hombre ha devenido un dios para el hombre y por qué no puede ya, sin mentirse a sí mismo, fabricarse otros dioses. Y como cada uno de nosotros encarna algo de la humanidad, cada conciencia individual tiene algo divino en ella, y se encuentra así marcada por una peculiaridad que la vuelve sagrada e inviolable para los demás. Todo el individualismo está allí; y es esto lo que hace necesaria a la doctrina. Porque, para detener el desarrollo, sería necesario impedir a los hombres diferenciarse más y más los unos de los otros, nivelar sus personalidades, restablecer el viejo conformismo de otros tiempos, contener, por consiguiente, la tendencia de las sociedades a volverse cada día más extensas y centralizadas, y poner un obstáculo a los progresos incesantes de la división del trabajo; ahora bien, una empresa de este tipo, deseable o no, sobrepasa infinitamente las fuerzas humanas.
¿Qué se nos propone, por lo demás, en lugar de este despreciado individualismo? Se ensalzan los méritos de la moral cristiana y se nos invita discretamente a adherir a ella. ¿Pero se ignora que la originalidad del cristianismo ha consistido justamente en un destacable desarrollo del espíritu individualista? Mientras que la religión de la ciudad estaba enteramente hecha de prácticas materiales en las que el espíritu estaba ausente, el cristianismo ha hecho ver en la fe interior, en la convicción personal del individuo, la condición esencial de la piedad. Ha sido el primero en enseñar que el valor moral de los actos debe ser medido según la intención, cosa íntima por excelencia, que se sustrae por naturaleza a todos los juicios exteriores y que sólo el agente puede apreciar con competencia. El centro mismo de la vida moral ha sido de este modo transportado desde fuera hacia dentro del individuo, erigido en juez soberano de su propia conducta, sin tener que rendir cuentas más que a sí mismo y a su dios. Finalmente, consumando la separación definitiva de lo espiritual y de lo corporal, abandonando el mundo a la diputa entre los hombres, Cristo lo ha librado al mismo tiempo a la ciencia y al libre examen: así se explican los rápidos progresos que hizo el espíritu científico desde el momento en que se constituyeron las sociedades cristianas. Que no se venga pues a denunciar al individualismo como un enemigo que hay que combatir a cualquier precio!
No se lo combate más que para retornar a él, puesto que es imposible escaparse de él. No se le opone otra cosa que él mismo; toda la cuestión consiste en saber cuál es la justa medida y si hay alguna ventaja en disfrazarlo bajo otros símbolos.
Ahora bien, si es tan peligroso lo que se dice, no se ve como podría devenir inofensivo o beneficioso por el solo hecho de disimular su verdadera naturaleza con la ayuda de metáforas. Y por otro lado, si este individualismo restringido que es el cristianismo ha sido necesario hace dieciocho siglos, hay grandes posibilidades de que un individualismo más desarrollado sea indispensable hoy; porque las cosas han cambiado desde entonces. Es pues un singular error presentar a la moral individualista como el antagonista de la moral cristiana; por el contrario, deriva de ella. Aferrándonos a la primera no renegamos de nuestro pasado; no hacemos más que continuarlo.
Estamos ahora en mejores condiciones de comprender por qué razón ciertos espíritus creen deber oponer resistencia obstinada a todo lo que les parece amenazar la creencia individualista. Si toda empresa dirigida contra los derechos de un individuo los inquieta, no es solamente por simpatía por la víctima; no es tampoco por temor de tener que sufrir ellos mismos injusticias parecidas. Lo que sucede es que semejantes atentados no pueden permanecer impunes sin comprometer la existencia nacional. En efecto, es imposible que se produzcan libremente sin enervar los sentimientos que ellos violan; y como estos sentimientos son los únicos que nos son comunes, no pueden debilitarse sin que la cohesión de la sociedad se estremezca. Una religión que tolera los sacrilegios abdica todo imperio sobre las conciencias. La religión del individuo no puede entonces dejarse abofetear sin resistencia, so pena de arruinar su prestigio; y como es el único lazo que nos ata los unos a los otros, una tal debilidad no puede existir sin un principio de disolución social. De este modo el individualista, que defiende los derechos del hombre, defiende al mismo tiempo los intereses vitales de la sociedad; porque impide que se empobrezca criminalmente esta última reserva de ideas y sentimientos colectivos que son el alma misma de la nación.
Brinda a su patria el mismo servicio que el viejo romano rendía antaño a su ciudad cuando defendía los ritos tradicionales contra los aprendices temerarios. Y si hay un país en el que el individualismo sea verdaderamente nacional, es el nuestro; porque no hay ninguno que tenga su suerte tan solidarizada con la suerte de estas ideas. Somos nosotros los que le hemos dado la fórmula más reciente y es de nosotros que los demás pueblos la han recibido; y es por esto que nos hemos apasionado hasta el presente para ser sus representantes más autorizados. No podemos pues renegar de ellos ahora, sin renegar de nosotros mismos, sin disminuirnos a los ojos del mundo, sin cometer un verdadero suicidio moral. Se ha preguntado no hace mucho si no convendría tal vez consentir un eclipse pasajero de estos principios, a fin de no entorpecer el funcionamiento de una administración pública, que todo el mundo por lo demás reconoce es indispensable para la seguridad del Estado. No sabemos si la antinomia se plantea realmente bajo esta forma aguda; pero, en todo caso, si verdaderamente es necesaria una opción entre estos dos males, sería elegir la peor el sacrificar de este modo lo que ha sido hasta el día de hoy nuestra razón de ser histórica. Un órgano de la vida pública, por más importante que sea, no es más que un instrumento, un medio orientado a un fin. ¿De qué sirve conservar con tanto esmero el medio, si uno se desprende del fin? Y que triste cálculo el renunciar, para vivir, a todo lo que da valor y dignidad a la vida,
Et propter vitam vivendi perdere causas! 3

IV
En verdad, tememos que haya habido alguna ligereza en el modo en que se planteó esta campaña. Un similitud verbal ha podido hacer creer que el individualismo derivaba necesariamente de sentimientos individuales, por lo tanto egoístas. En realidad, la religión del individuo es una institución social, como todas las religiones conocidas. Es la sociedad la que nos asigna este ideal, como el único fin común que puede actualmente reunir a las voluntades. Retirarla, no teniendo otra cosa para poner en su lugar, es pues precipitarnos en esta anarquía moral que se quiere precisamente combatir.
Hace falta para ello no obstante que consideremos como perfecta y definitiva la fórmula que el siglo XVIII le ha dado al individualismo y que hayamos cometido el error de conservarla casi sin cambios. Suficiente hace un siglo, tiene ahora necesidad de ser alargada y completada. La fórmula decimonónica no presenta al individualismo mas que en su faz más negativa. Nuestros padres se habían asignado exclusivamente la tarea de liberar al individuo de las trabas políticas que entorpecían su desarrollo. La libertad de pensar, la libertad de escribir, la libertad de votar fueron entonces puestas por ellos en el rango de los bienes prioritarios que era necesario conquistar, y esta emancipación era ciertamente la condición necesaria de todos los progresos ulteriores. Solo que, arrebatados por el ardor de la lucha y volcados por entero al fin que perseguían, terminaron por no ver más y por erigir en una suerte de fin último este término próximo de sus esfuerzos. Ahora bien, la libertad política es un medio, no un fin; no tiene valor más que por la manera en que es puesta en uso; si no sirve para algo que la sobrepase, no sólo es inútil; deviene peligrosa. Arma de combate, si los que la tienen no la saben emplear en luchas fecundas, no tardan en volverse contra ellos mismos.
Y es justamente por esta razón que ha caído últimamente en un cierto descrédito. Los hombres de mi generación recuerdan cuál fue nuestro entusiasmo cuando, hace una veintena de años, vimos caer por fin las últimas barreras que contenían nuestras impaciencias. Pero ay! el desencanto llegó rápido; porque pronto sería necesario reconocer que no sabíamos que hacer con la libertad tan laboriosamente conquistada. Aquellos a quienes se la debíamos no se servirían de ella más que para desgarrarse unos a otros. Y ya desde ese momento se sentía elevarse sobre el país este viento de tristeza y desaliento, que se tornó más fuerte día a día y que debía terminar por abatir a los ánimos menos resistentes.
De este modo, no podemos conformarnos con este ideal negativo. Es necesario ir más allá de los resultados conseguidos, mas no sea para conservarlos. Si no aprendemos de una vez por todas a poner en obra los medios de acción que tenemos entre las manos, es inevitable que se deprecien. Usemos entonces nuestras libertades para averiguar lo que hay que hacer y para hacerlo, para aceitar el funcionamiento de la máquina social, tan ruda aun con los individuos, para poner a su servicio todos los medios posibles para el desarrollo de sus facultades sin obstáculos, para trabajar finalmente en la realización del famoso precepto: A cada uno según sus obras! Reconozcamos asimismo que, de una manera general, la libertad es un instrumento delicado cuyo manejo deben aprender y ejercitar nuestros niños; toda la educación moral debería estar orientada en esta dirección. Vemos que nuestra actividad no corre riesgos de que le falten objetos. Solo que, si es cierto que nos hará falta de aquí en adelante proponernos nuevos fines más allá de los que hoy nos conciernen, sería insensato renunciar a los segundos para perseguir mejor los primeros: porque los progresos necesarios no son posibles más que gracias a los progresos ya realizados. Se trata de completar, de extender, de organizar el individualismo, no de restringirlo y combatirlo. Se trata de utilizar la reflexión, no de imponerle silencio. Solo ella puede ayudarnos a salir de las dificultades presentes; no vemos aquello que pueda reemplazarla. No es meditando la Política tomada de las santas escrituras que encontraremos los medios de organizar la vida económica y de introducir más justicia en las relaciones contractuales!
En estas condiciones, ¿no aparece completamente delineado cuál es el deber? Todos aquellos que creen en la utilidad, o incluso simplemente en la necesidad de las transformaciones morales consumadas desde hace un siglo, tienen el mismo interés: deben olvidar las divergencias que los separan y mancomunar sus esfuerzos para mantener las posiciones adquiridas. Una vez atravesada la crisis, habrá ciertamente lugar para recordar las enseñanzas de la experiencia, a fin de no recaer en esta inacción esterilizante que nos trae actualmente tanto pesar; pero eso es trabajo para mañana. Para hoy, la tarea urgente y que debe realizarse antes que todas las otras, es la de salvar nuestro patrimonio moral; una vez que esté sano y salvo, veremos cómo hacerlo prosperar. Que el peligro común nos sirva al menos para sacudir nuestro entorpecimiento y hacernos retomar el gusto por la acción! Y ya, en efecto, vemos por el país iniciativas que se despiertan, buenas voluntades que se buscan. Ojalá aparezca alguno que las agrupe y las lleve al combate y tal vez la victoria no se haga esperar. Porque lo que debe tranquilizarnos en cierta medida, es que nuestros adversarios no son fuertes más que por nuestra propia debilidad. Ellos no tienen ni la fe profunda ni el ardor generoso que arrastran irresistiblemente los pueblos tanto en las grandes reacciones como en las grandes revoluciones. No ciertamente mientras pensemos en contestar su franqueza! ¿Pero cómo no sentir todo lo que su convicción tiene de improvisado? No son ni apóstoles que dejan desbordar sus cóleras o su entusiasmo, ni hombres de ciencia que nos aportan el producto de sus investigaciones y sus reflexiones; son hombres de letras que han sido seducidos por un tema interesante. Parece pues imposible que estos juegos de aficionados consigan retener por mucho tiempo a las masas, si es que nosotros sabemos actuar. Pero qué humillación si, no teniendo la mejor parte, la razón debiera terminar por tener la peor, mas no fuera por un tiempo!

Émile Durkheim, La sciencie sociale et l´action, Presses Universitaires de France, Paris, 1970. *Traducción: Federico Lorenc Valcarce - Buenos Aires, 1998